sino sed que calmar,
hambre que aliviar,
soledad que abrazar
o lágrimas que secar.
Son manos que no preguntan el porqué,
ni esperan recompensa.
Se extienden como raíces hacia la sed del mundo,
como ramas que ofrecen fruto
sin pedir nada a cambio.
Manos que sostienen un vaso de agua
como si fuera un milagro,
que parten el pan
como si compartieran el alma.
Manos que no temen la tristeza ajena,
que se quedan cuando todos se van,
que acarician el rostro del llanto
hasta que la pena se duerme.
Y en ese gesto —tan simple, tan humano—
se revela la ternura del universo:
que el amor no siempre grita,
a veces solo se extiende…
como una mano.
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